Cuando hablamos de sexting nos viene rápidamente a la mente imágenes propias de adolescentes y como esta práctica, cada vez más frecuente y habitual entre ellos, ocasiona numerosas veces situaciones verdaderamente embarazosas y, en muchas ocasiones, no carentes de peligro; y ello consecuencia de la percepción de falsa seguridad que tienen nuestros niños, jóvenes y adolescentes, en la creencia de que su dominio de la tecnología les salvaguarda de todo mal, o cuanto menos “que resulta muy difícil que les ocurra a ellos”.
Ahora bien, ¿qué es el sexting y qué relación puede tener con nosotros los adultos?; ¿puede afectarnos realmente en nuestra vida profesional?; y, sobre todo, ¿qué consecuencias tiene?
El sexting consiste en el envío de imágenes, vídeos o fotografías de contenidos eróticos, sexuales y claramente comprometidos o comprometedores, que se producen por cualquier dispositivo tecnológico, poniendo en evidencia a la persona o personas afectadas, dejándola, evidentemente, en una situación terriblemente delicada y vergonzosa.
Todo esto encuentra un paralelismo y un reflejo claro en la óptica de los adultos, y cómo estas conductas pueden afectar gravemente a los mismos, poniendo seriamente en peligro su integridad y prestigio profesional en el ámbito de la esfera laboral.
Al igual que ocurre con los menores, todo comienza con un juego. El adulto se va adentrando, poco a poco, en esa vorágine y espiral adictiva, que supone el placer por el riesgo y lo prohibido, compartiendo vídeos, imágenes,…; en definitiva, seduciendo y dejándose seducir, sin sospechar, ni muchísimo menos, las auténticas intenciones de su interlocutor/a.
La persona que se encuentra al otro lado de nuestro ordenador, tablet o dispositivo móvil sabe perfectamente qué tipo de persona es la elegida y, por tanto, conoce cuál es el perfil de víctima más vulnerable; básicamente, personas con una baja autoestima, que se encuentren buscando parejas a través de la Red, bajo la creencia equivocada que se encuentran seguras en el ambiente íntimo y acogedor de su hogar, o cualquier otro que cumplan estas premisas.
Una vez identificada cuál es la víctima, el ciberdelincuente se gana su confianza y se adapta a ella, de tal manera que, al cabo de un tiempo, ésta cree fielmente que ha encontrado a su pareja ideal y que la entiende perfectamente.
Llegado este punto, comienza realmente el intercambio de información más personal, pudiendo llegar al envío de imágenes, vídeos o contenido erótico o sexual. Estamos ya en la fase del sexting.
Es entonces, y solamente entonces, cuando comienza la sextorsión o extorsión sexual, consistente en que el ciberdelincuente exige información sensible bajo la amenaza expresa de difundir las imágenes o vídeos comprometedores que obran en su poder.
Cómo se habrán podido imaginar, ya no sólo estamos hablando de la puesta en peligro de la integridad profesional de la víctima, sino de la empresa para quien trabaja.
Obviamente, el ciberdelincuente sabedor, con todo seguridad, de la posición y ocupación laboral de aquel, va exigir información relevante y contenido potencialmente peligroso para la empresa; ya sea, por fines puramente lucrativos o con intenciones evidentes de espionaje industrial, en el sentido de que se trate de una empresa de la competencia o cuanto menos deseosa de obtener una serie de conocimientos que le supongan una ventaja claramente competitiva.
Para ello, realizan, pues, un chantaje en toda regla, exigiendo dinero, información confidencial, archivos, listado de clientes o proveedores, tecnología existente, etc…, dependiendo del interés del agresor y cuáles sean sus objetivos.
Evidentemente, estas situaciones suponen para las compañías un claro peligro y un claro desprestigio profesional para la víctima, que puede generar en trauma psicológico, e incluso en suicidio.